Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples
ademanes y palabras de los abuelos, poco a poco perdidos, no heredados, caídos
uno tras otro del árbol del tiempo. Esta noche encontré una vela sobre una
mesa, y por jugar la encendí y anduve con ella en el corredor. El aire del
movimiento iba a apagarla, entonces vi levantarse sola mi mano izquierda,
ahuecarse, proteger la llama con una pantalla viva que alejaba el aire.
Mientras el fuego se enderezaba otra vez alerta, pensé que ese gesto había sido
el de todos nosotros (pensé nosotros y pensé bien, o sentí bien) durante miles
de años, durante la Edad del Fuego, hasta que nos la cambiaron por la luz
eléctrica. Imaginé otros gestos, el de las mujeres alzando el borde de las
faldas, el de los hombres buscando el puño de la espada. Como las palabras
perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se iban
muriendo. En mi casa ya nadie dice "la cómoda de alcanfor", ya nadie
habla de "las trebes" -las trébedes-. Como las músicas del momento,
los valses del año veinte, las polkas que enternecían a los abuelos.
Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios
que aparecen a veces en graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo uso ya nadie es
capaz de explicar. Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él
entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el
juego -encender una vela, andar con ella por el corredor- nos asomamos a veces
a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos.