domingo, 23 de septiembre de 2007

"Tierra de hombres"

¿Cómo favorecer en nosotros esta especie de redención? En el hombre todo es paradoja, ya se sabe. Se asegura el pan de uno de ellos para permitirle crear y se duerme. El conquistador victorioso se reblandece. El generoso, si se le enriquece, se vuelve avaro. ¿Qué nos importan las doctrinas políticas que pretenden desarrollar al hombre, si no conocemos primero qué tipo de hombre van a desarrollar? ¿Quién va a nacer? Nosotros no somos un rebaño que se ceba y la aparición de un Pascal pobre importa más que el nacimiento de unos cuantos desconocidos prósperos.No sabemos prever lo esencial. Cada uno de nosotros ha disfrutado las alegrías más intensas allí donde nada podía permitírselas. Ellas nos han dejado una tal nostalgia que añoramos incluso nuestras desgracias si esas desgracias las permitieron. Todos hemos saboreado, al volver a encontrar a nuestros amigos, el encanto de los recuerdos ingratos.¿Qué sabemos nosotros, sino que existen condiciones desconocidas que nos fertilizan? ¿En dónde habita la verdad del hombre?La verdad no es en modo alguno lo que se demuestra. Si en este terreno, y no en otro, los naranjos desarrollan raíces sólidas y se cargan de frutos, este terreno constituye la verdad de los naranjos. Si esta religión, si esta cultura, si esta escala de valores, si esta forma de actividad, y no otras, favorecen en el hombre la plenitud, descubren en él a un gran señor que se ignoraba, es que esta escala de valores, esta cultura, esta forma de actividad, son la verdad del hombre. ¿La lógica? Que se las arregle como pueda para dar cuenta de la vida.A todo lo largo de este libro, he citado a varios aquellos que obedecieron, según parece, a una vocación intensa, que escogieron la línea del desierto, como otros escogieron el monasterio. Pero habré traicionado mi objetivo si habéis sacado la impresión de que os invitaba a admirar, ante todo, a los hombres. Admirable, por encima de todo, es el terreno que ha creado.Las vocaciones desempeñan, sin duda, un papel. Algunos se encierran en sus tiendas. Otros siguen camino, imperiosamente, en una dirección predeterminada. En la historia de su infancia, encontramos en germen los anhelos que explicarán su destino. Pero la historia, leída cuando ya ocurrió, engaña. Tales anhelos podríamos hallarlos en cualquiera. Todos hemos conocido tenderos que, durante alguna noche de naufragio o de incendio, se han revelado superiores a sí mismos. Ellos no se engañan sobre la calidad de su plenitud. Aquel incendio significará la noche de su vida. Pero, faltos de nuevas ocasiones, faltos de terreno favorable, faltos de una religión exigente, se han echado otra vez a dormir, sin haber creído en su propia grandeza. Cierto que las vocaciones ayudan al hombre a desarrollarse. Pero también es igualmente necesario desarrollar las vocaciones.Noches aéreas, noches del desierto... raras ocasiones que no se ofrecen a todos los hombres. Y, sin embargo, cuando las circunstancias los animan, todos demuestran idénticas necesidades.****¿Qué encontrarías aquí, sargento, que te proporcionara el sentimiento de no traicionar ya tu destino? ¿Quizás ese brazo fraterno que alza tu cabeza dormida? ¿Quizás esa sonrisa cariñosa que no compadece, sino que comparte? «¡Eh, compañero...!» Compadecer es ser todavía dos. Significa estar dividido todavía. Pero existe una altura en las relaciones donde tanto el agradecimiento como la compasión pierden su sentido.Nosotros conocimos esta unión cuando atravesábamos, en un equipo compuesto por dos aviones, un Río de Oro, aún no sometido. Nunca oí al accidentado dar las gracias a su salvador. Incluso lo más corriente era que nos insultáramos durante el agotador transbordo, de un avión a otro, de las sacas de correo: «¡Marrano! ¡Tú tienes la culpa de la avería! ¿Qué ganas con volar a dos mil, de lleno en las corrientes contrarias? Si me hubieras seguido más bajo, ya estaríamos en Port-Étienne!» Y el otro, que ofrecía su vida, se sentía avergonzado de ser un marrano. ¿Y qué podíamos agradecerle? Él también tenía derecho a nuestra vida. Éramos como ramas de un mismo árbol. ¡Y yo me sentía orgulloso de ti, que me salvabas!¿Por qué habrías de compadecerte, sargento, de ese que te preparaba para la muerte? Os arriesgabais unos en favor de los otros. En un minuto semejante, se descubre la unidad que no necesita palabras. Comprendí tu partida. Si en Barcelona eras pobre, si acaso te sentías solo después de tu trabajo, si incluso tu cuerpo mismo carecía de refugio, aquí hallabas la sensación de desarrollarte, alcanzabas lo universal. He aquí que tú, el paria, eras recibido con amor.Me importa poco saber si eran o no eran sinceras, si eran lógicas o si no lo eran, las grandes palabras que los políticos sembraron quizás en ti. Si germinaron en ti, como pueden germinar las semillas, es porque respondían a tus necesidades. Tú eres el único juez. Las tierras saben reconocer el trigo.****Ligados a nuestros hermanos por un objetivo común y que se sitúa fuera de nosotros, sólo entonces respiramos. La experiencia nos enseña que amar no significa en absoluto mirarnos el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección. No existen compañeros si no se hallan unidos en idéntica tarea, si no se encaminan juntos hacia la misma cumbre. Si así no fuera, ¿por qué, en el siglo mismo de las comodidades, habríamos de sentir una alegría tan perfecta al compartir nuestros últimos víveres en el desierto? ¿Qué valen contra eso las previsiones de los sociólogos? A todos aquellos de entre nosotros que conocen la alegría de arreglar averías en el Sahara, cualquier otro placer les parece fútil.Es posible que aquí radique la causa de que el mundo de hoy comience a crujir a nuestro alrededor. Cada cual se exalta por la religión que le promete esa plenitud. Todos, bajo palabras contradictorias, expresamos los mismos anhelos. Nos dividimos por lo que respecta a los métodos, que son los frutos de nuestros razonamientos, no por los fines. Éstos son siempre los mismos.Por consiguiente, no hemos de extrañarnos. Aquel que no sospechaba el desconocido dormido en él, pero que lo ha sentido despertarse una sola vez en una cueva de anarquistas en Barcelona, a causa del sacrificio, de la ayuda mutua, de una imagen rígida de la justicia, ése ya no conocerá más que una verdad, la verdad de los anarquistas. Y aquel que haya montado guardia una sola vez para proteger a unas monjitas arrodilladas, asustadas, en los conventos de España, ése morirá por la Iglesia. Si hubierais objetado a Mermoz, mientras él se hundía hacia la vertiente chilena de los Andes, con su victoria en el corazón, que cometía un error, que la carta de un comerciante no valía el riesgo de su vida, Mermoz se hubiera reído de vosotros. Su verdad era el hombre que nacía en él cuando atravesaba los Andes.Si pretendéis convencer del horror que supone la guerra a aquel que no rechaza la guerra, no lo tildéis de bárbaro. Antes de juzgarlo, intentad comprenderlo.Considerad a aquel oficial del Sur que mandaba durante la guerra del Rif una avanzadilla, plantada en cuña entre dos montañas disidentes. Cierto atardecer, recibió a unos parlamentarios descendidos de los macizos del Oeste. Estaban bebiendo té, como es de rigor, cuando sonaron unos disparos. Las tribus del macizo del Este atacaban el puesto. Al capitán que los despedía para poder combatir, los parlamentarios enemigos respondieron: «Hoy somos tus huéspedes. Dios no permite que te abandonemos...» Se unieron, pues, a sus hombres, salvaron la avanzadilla y después volvieron a trepar a su nido de águilas. Y la víspera del día en que, a su vez, se disponían a atacar, enviaron parlamentarios al capitán:- La otra tarde te ayudamos...- Es cierto...- Quemamos por ti trescientos cartuchos...- Cierto...- Sería justo que nos los devolvieras.Y el capitán, gran señor, no puede aprovechar una ventaja a costa de su nobleza. Y les devuelve los cartuchos que utilizarán contra él.La verdad, para cada hombre, es lo que hace de él un hombre. Cuando el que ha conocido esa dignidad de las relaciones, esa lealtad en el juego, ese don mutuo de un aprecio que compromete la vida, compara esta elevación, que le fue permitida, con la mediocre bonachonería del demagogo que hubiera expresado su fraternidad a esos mismos árabes con grandes palmadas en las espaldas y los hubiera halagado al mismo tiempo que los humillaba, éste, si razonáis contra él, sólo os manifestará una compasión un poco despreciativa. Será él quien tenga la razón.Pero vosotros tendréis también razón para odiar la guerra.Para comprender al hombre y sus necesidades, para conocerlo en lo que tiene de esencial, no debéis oponer una a otra la evidencia de vuestras verdades. Sí, tenéis razón. Todos tenéis razón. La lógica lo demuestra todo. Tiene razón aquel que culpa a los jorobados de las desgracias del mundo. Si declaramos la guerra a los jorobados, pronto aprenderemos a exaltarnos. Vengaremos los crímenes de los jorobados. Claro está que los jorobados cometen también crímenes.Para intentar separar ese algo esencial, es necesario olvidar por un instante las divisiones que, una vez admitidas, arrastran todo un Corán de verdades inconmovibles y el fatalismo que se deduce de ellas. Se puede dividir a los hombres en hombres de derecha y hombres de izquierda, en jorobados y no jorobados, en fascistas y en demócratas. Tales distinciones son inatacables. Pero la verdad, como sabéis, es aquello que simplifica el mundo y no lo que crea el caos. La verdad es el lenguaje que emana de lo universal. Newton no "descubrió" una ley disimulada, a la manera del que soluciona un acertijo. Newton efectuó una operación creadora. Fundó un lenguaje de hombre que pudiera expresar a la vez la caída de una manzana en un prado y la ascensión del sol. La verdad no es lo que se demuestra. Es lo que simplifica.¿Para qué discutir las ideologías? Si todas ellas pueden ser demostradas, también todas ellas se oponen. Y semejantes discusiones hacen desesperar de la salvación del hombre, siendo así que el hombre, por todas partes a nuestro alrededor, presenta las mismas dificultades.Deseamos ser liberados. Aquel que da un golpe de azadón quiere conocer el sentido de su golpe de azadón. El golpe de azadón del forzado, que lo humilla, no es el mismo golpe de azadón que aquel que da el propietario de una tierra y que enriquece al propietario. La cárcel no reside allí donde se dan golpes de azadón. No existe horror material. La cárcel reside allí donde se dan golpes de azadón que no poseen un sentido, que no ligan al que los da con la comunidad de los hombres.Y deseamos evadirnos de la cárcel.Existen en Europa doscientos millones de hombres que carecen de sentido y que desearían nacer. La industría los ha arrancado al lenguaje de las estirpes campesinas y los ha encerrado en inmensos ghettos que parecen estaciones seleccionadoras, llenas de vías de vagones negros. Desde el fondo de las ciudades obreras, desearían ser despertados.Existen otros, cazados en el engranaje de todos los oficios, a los cuales les son prohibidas las alegrías del pionero, las alegrías religiosas, las alegrías del sabio. Se ha creído que, para engrandecerlos, bastaba con vestirlos, alimentarlos y responder a sus necesidades. Y se les ha convertido un poco en pequeños burgueses de Courteline [Georges Moinaux Courteline, escritor francés, autor de comedias teatrales]: el político de pueblo, el técnico cerrado a toda vida interior. Si es cierto que se les instruye bien, no se les cultiva. Se forma una mezquina opinión de la cultura quien cree que reposa en la memoria de las fórmulas. Un mal alumno de los cursos especiales sabe más sobre la Naturaleza y sus leyes que Descartes y Pascal. Ahora bien, ¿es capaz de las mismas elucubraciones del espíritu?Más o menos confusamente, todos ellos sienten la necesidad de nacer. Pero existen soluciones engañosas. Cierto que puede animarse a los hombres vistiéndolos de uniforme. Entonces entonarán canciones de guerra y se repartirán el pan entre compañeros. Habrán encontrado lo que buscan, el sabor de lo universal. Pero el pan que les han ofrecido los matará.Se pueden desterrar los idolos de madera y resucitar los antiguos mitos, que, mejor o peor, probaron su eficacia. Se pueden resucitar las místicas del pangermanismo o del Imperio romano. Se puede embriagar a los alemanes con la embriaguez de ser alemanes y compatriotas de Beethoven. Se les puede emborrachar hasta la cala. Y eso, sin duda, es más fácil que extraer de la cala un Beethoven.Pero tales ídolos son ídolos carnívoros. Aquel que muere por el progreso del conocimiento o por la curación de las enfermedades, al mismo tiempo que muere, sirve a la vida. Puede ser hermoso morir por la expansión de un territorio, pero la guerra de hoy destruye todo lo que pretende favorecer. En la actualidad, ya no se trata de sacrificar un poco de sangre para vivificar a toda una raza. Desde que se lleva a cabo con aviones y con iperita, una guerra no es más que una carnicería sangrienta. Cada uno de los combatientes se instala detrás de un muro de cemento. Cada uno de ellos, si no tiene nada mejor, lanza noche tras noche escuadrillas que torpedean al otro hasta sus entrañas. Hacen estallar centros vitales y paralizan su producción y su intercambio. La victoria es de quien tarda más en pudrirse. Y los dos adversarios se pudrirán juntos.En un mundo que se había tornado desierto, sentíamos sed de encontrar compañeros. El sabor del pan compartido entre compañeros nos hizo aceptar los valores de la guerra. Pero nosotros no necesitamos la guerra para encontrar el calor de las espaldas vecinas en una carrera hacia el mismo objetivo. La guerra nos engaña. El odio no añade nada a la emoción de la carrera.¿Para qué odiarnos? Todos somos solidarios. Viajamos en el mismo planeta, somos tripulación de un mismo navío. Y si es bueno que las civilizaciones se enfrenten para favorecer síntesis nuevas, es monstruoso que se devoren entre sí.Si para liberamos basta con poseer conciencia de una finalidad que nos ligue unos a otros, mejor es buscarla unidos. El cirujano que pasa la visita no escucha las quejas de aquel a quien ausculta. A través de éste, a quien trata de curar es al hombre. El cirujano habla un lenguaje universal. El mismo que habla el físico, cuando medita esas ecuaciones casi divinas, por medio de las cuales capta a la vez el átomo y la nebulosa. Y así hasta el sencillo pastor. Porque éste, que vigila modestamente algunos corderos bajo las estrellas, adquiere conciencia de su papel y se descubre algo más que un servidor. El es un centinela. Y cada centinela es responsable de todo el imperio.¿Creéis que ese pastor no desea darse cuenta? Yo visité en el frente de Madrid una escuela instalada a quinientos metros de las trincheras, detrás de una pequeña pared de piedras, en una colina. Un cabo enseñaba botánica. Al desmontar con sus manos los frágiles órganos de una amapola, atraía hacia él peregrinos barbudos que se desprendían del fango que les rodeaba y subían hacia él, a pesar de los obuses, en peregrinación. Una vez colocados alrededor del cabo, escuchaban sentados, con la barbilla apoyada en el puño. Fruncían las cejas, apretaban los dientes y no comprendían gran cosa de la lección. Pero les habían dicho: «Sois unos brutos, acabáis de salir de vuestras madrigueras. ¡Es preciso alcanzar la Humanidad!» Y ellos se apresuraban con sus pasos pesados a alcanzarla.Únicamente seremos felices cuando cobremos conciencia de nuestro papel, incluso aunque nos corresponda el más oscuro. Únicamente entonces podremos vivir en paz y morir en paz, porque el que da un sentido a la vida da un sentido a la muerte.¡La muerte es tan dulce cuando está en el orden de las cosas! Así lo es para el anciano labrador de Provenza, que al término de su reinado, entrega en depósito a sus hijos su lote de cabras y olivos, para que los transmitan a su vez a los hijos de sus hijos. En una estirpe campesina, sólo se muere a medias. Cada existencia cruje a su turno como una vaina para entregar sus semillas.(...) Tal fue la razón de que, aquella misma tarde, toque de difuntos en el pequeño pueblo campesino me pareciese cargado, no de desesperación, sino de una alegría directa y tierna. La campana que celebraba con el mismo tañir entierros y bautismos, anunciaba de nuevo el tránsito de una generación a otra. Y uno sentía sólo una gran paz al escuchar el canto de los desposorios de una pobre anciana con la tierra.Lo que se transmitía así de generación en generación, con el lento crecer de un árbol, era la vida. Pero también la conciencia. ¡Qué misteriosa ascensión! Nacemos de una lava en fusión, de una pasta de estrella, de una célula viva, germinada por milagro, y, poco a poco, llegamos a escribir cantatas y pesar vías lácteas.La madre no sólo había transmitído la vida: les había enseñado a los hijos el lenguaje. Les había confiado el bagaje tan lentamente acumulado en el curso de los siglos, el patrimonio espiritual que ella misma había recibido en depósito, ese pequeño lote de tradiciones, de conceptos y de mitos que constituyen toda la diferencia entre Newton o Shakespeare y el hombre de las cavernas.Lo que sentimos cuando tenemos hambre, esa hambre que empujaba a los soldados españoles a la lección de botánica, bajo los disparos, la misma que empujó a Mermoz hacia el Atlántico Sur, la misma que empuja a otro hacia su poema, es que la génesis no está aún terminada y que debemos adquirir conciencia de nosotros mismos y del universo. Necesitamos, por la noche, lanzar pasarelas. Sólo lo ignoran los que fundan su sabiduría en una indiferencia que creen egoísta. ¡Pero todo desmiente esa sabiduría! Compañeros, compañeros míos, os tomo por testigos: ¿cuándo nos sentimos más felices?****Me senté frente a una pareja. Entre el hombre y la mujer, el niño, mejor o peor, se había acurrucado y dormía. No obstante, en el sueño, dio una vuelta y su rostro se me apareció bajo la bombilla. ¡Ah! ¡Qué carita más adorable! De aquella pareja había nacido una especie de fruto dorado. De aquellas miserables ropas había salido aquel milagro de encanto y de gracia. Me incliné sobre aquella frente lisa, sobre aquel dulce mohín de los labios, y me dije: «He aquí un rostro de músico, he aquí a Mozart niño, he aquí una hermosa promesa de vida.» Los pequeños príncipes de las leyendas no eran diferentes de él. Protegido, rodeado, cultivado, ¡qué no podría llegar a ser! Cuando por mutación nace en los jardines una rosa nueva, todos los jardineros se conmueven. Se aísla la rosa, se cultiva la rosa, se la favorece. Pero no existe jardinero para los hombres. Mozart niño será marcado como los demás por la máquina de estampar. Mozart será muy feliz escuchando música podrida, en la podredumbre de los café-cantantes. Mozart está condenado.Regreso a mi vagón. Me digo que esas gentes no sufren demasiado por su suerte. Y no es la caridad lo que ahora me atormenta. No se trata de enternecerse sobre una llaga eternamente abierta. Los que la llevan no la sienten. Porque es la especie humana, y no el individuo, la que está herida en este caso. Creo poco en la piedad. Lo que me atormenta es el punto de vista del jardinero. Lo que me atormenta no es esta miseria, en la cual, después de todo, uno se instala tan a gusto como en la pereza. Generaciones de orientales viven entre la suciedad y no la sienten. Lo que me atormenta no lo curan las sopas populares. Lo que me atormenta no son esos bultos, ni esos huecos, ni esa fealdad. Sino el hecho de que, un poco en cada uno de los hombres, Mozart es asesinado.

Únicamente el Espíritu, si sopla sobre la arcilla, puede crear al Hombre.

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