Hasta anoche, andando por las calles mojadas de Vallcarca, no supe que nacer en semejante familia había sido un error imperdonable. De pronto entendí que siempre había estado solo, que nunca había podido contar con mis padres ni con un Dios al que encargar la búsqueda de soluciones, aunque, a medida que crecía, fuera adoptando la costumbre de delegar el peso del pensamiento y la responsabilidad de mis actos en creencias imprecisas y en lecturas muy diversas. Ayer, martes por la noche, al volver de casa de Dalmau en pleno aguacero, llegué a la conclusión de que esa carga me corresponde sólo a mí. Y de que mis aciertos y mis errores son responsabilidad mía y sólo mía. He necesitado sesenta años para verlo. Espero que entiendas y comprendas lo desamparado y solo que me encuentro y lo muchísimo que te echo de menos. A pesar de la distancia que nos separa, sigo tu ejemplo. A pesar del pánico, ahora ya no acepto tablas de salvación para no hundirme. A pesar de algunas insinuaciones, me mantengo sin creencias, sin sacerdotes, sin códigos consensuados que me allanen el camino hacia no se sabe dónde. Me encuentro viejo y la dama de la guadaña me invita a seguirla. Veo que ha movido el alfil negro y, con un gesto cortés, me anima a seguir la partida. Sabe que estoy muy escaso de peones. De todas maneras todavía no es mañana y miro a ver que pieza puedo mover. Estoy solo ante el papel, la última oportunidad que tengo.
(Jaume Cabré. Yo confieso.