jueves, 17 de abril de 2008


Un bolero es mi máxima velocidad sin que dé negativo mi corazón. Además, muchacho, no conozco otra manera más elegante de tomar rehenes. No hay preguntas. Tomas a una mujer en tus brazos, muchacho, y no tienes que justificarte. El bolero es una coartada. Os vais al centro de la pista, donde suena más fuerte el sofrito de los pies que bailan, amigo mío, y entonces le haces sitio a su cuerpo en el tuyo. Nunca te habías sentido así. Un bolero es el sitio en el que mejor te sientes desde hace años. Y ella ladea la cabeza en tu hombro y el olor de su pelo perdona tu pasado. Y comprendes que un bolero es la manera de apagar la sed con esa melena río abajo de la mujer cuya respiración redunda en la tuya. Te confieso, amigo mío, que un bolero fue la primera vez que mi corazón fue una lengua. «Haces que me sienta en casa», le dije. Y ella me contestó en el cuerpo apretando sus puños contra mi pecho. ¡Dios!, te juro, muchacho, que era la primera vez que me encontraban el corazón sin un radar. Y aquella mujer y yo deambulamos suavemente al tacto hacia el sitio donde la luz era una aguada y entonces, ¡Dios!, ¿sabes, maldita sea?, entonces nos encontramos en nuestras bocas el inolvidable contrabando de un beso. Y le dije: «Cogerás frío si cesa el bolero». Y dijo ella: «Soy una mujer entre corrientes». Y un latigazo de su melena nos devolvió donde la luz casi era leña ardiendo y nuestros pies se mezclaron con los pies de la otra gente mientras a nuestra espalda se cerraba suavemente la estela de nuestros pobres corazones aturdidos de angustia y esa vaga esperanza que inunda a las personas solitarias que se conforman con haber vivido unos pocos minutos en los brazos de alguien que llevaba tiempo deshabitado y que también necesitaba de una pareja en cuyo cuerpo resbalar aprovechando la dulce mucosa de un bolero.

José Luis Alvite

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