jueves, 14 de febrero de 2013

Galeano y más Galeano...


Me llevo un paquete vacío y arrugado de cigarrillos Republicana y una revista vieja que dejaste aquí.


Me llevo los dos boletos últimos del ferrocarril. Me llevo una servilleta de papel con una cara mía que habías dibujado, de mi boca sale un globito con palabras, las palabras dicen cosas cómicas. También llevo una hoja de acacia recogida de la calle, la otra noche, cuando caminábamos separados por la gente. Y otra hoja, petrificada, blanca, que tiene un agujerito como una ventana, y la ventana estaba velada por el agua y yo soplé y te vi y ese fue el día en el que empezó la suerte.



Me llevo el gusto del vino en la boca. (Por todas las cosas buenas, decíamos, todas la cosas, cada vez mejores, que nos van a pasar).



No me llevo ni una sola gota de veneno. Me llevo los besos cuando te ibas (no estaba nunca dormida, nunca). Y un asombro por todo esto que ninguna carta, ninguna explicación, pueden decir a nadie lo que ha sido.





Vagamundo y otros relatos.       El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hondas ojeras delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.



El diagnóstico y la terapéutica.

El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o el trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada. El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.

El libro de los abrazos

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